He dudado mucho antes de escribir esta entrada, porque es muy personal, muy mía y no tiene por qué interesar a nadie más. De hecho, en su momento no lo comenté en la comunidad convencida de que al no tratarse de un drama ni tratarse de la “reconstrucción” (palabra que les encanta) de algo previamente destruido, nadie acertaría a ver el amor de Dios en eso que para mí es un “sello en mi historia” (esto también es jerga para neocatecúmenos).
Bueno, pues pese a las dudas y la reticencia, allá voy con mi particular testimonio de la Pascua de Dios en mi vida.
Fue un viernes santo cuando nació mi primogénita. Pero para mí es un acontecimiento pascual porque es de vida, no de muerte.
Yo ya estaba fuera de cuentas, a punto de cumplir la semana 42 de gestación, me iban a provocar el parto el lunes de pascua. Y entonces, por fin, en la madrugada del viernes santo me despertaron las contracciones.

Me miraban como si pensasen que estaba de broma o como si yo lo estuviese haciendo fatal. Las contracciones seguían siendo las propias del trabajo de dilatación: molestas pero suaves, no dolorosas.
A mediodía, decidí que era mejor llevarles al hospital porque ya estaba harta de que me preguntasen cada dos minutos si empezaba a doler. Y digo que les llevé yo al hospital porque hay situaciones en las que es mejor no dejar el volante a un hombre que, de repente, no sabe dónde encontrar el freno. Así que mi inmensa barriga y yo condujimos tan relajadamente como de costumbre.
No quise que me pusieran epidural. Prefería sentir, prefería saber lo que estaba pasando y poder colaborar cuando tocase empujar. Poco antes de las cuatro de la tarde el trabajo de dilatación estaba hecho y la bolsa del líquido amniótico rota, porque la había roto la comadrona, pero las famosas contracciones dolorosas seguían sin aparecer, mi organismo no estaba haciendo trabajo de expulsión.
Era la tarde del viernes santo. Supongo que el ginecólogo estaba deseando acabar su turno. Me bajaron al paritorio. Me ayudaron a colocarme en posición. Y la comadrona me advirtió:
-Tranquila, que te la saco ahora mismo.
De repente clavó un brazo bajo mi esternón y empujó hacia abajo.
La niña nació en un solo pujo, el de la comadrona, sin una contracción de expulsión, sin un dolor.
Era viernes santo a las cuatro y cinco minutos de la tarde. Ese día Dios estaba cargando con todos los dolores y todos los castigos por nuestros pecados. Ese día Él sufría por mí y yo parí sin un dolor.
No volvió a pasarme. Dado que prefiero lo natural a lo químico, no he querido epidural en ningún parto y ninguno volvió a ser indoloro, tampoco ninguno volvió a ser en viernes santo. Eso sí, quedó establecido como tradición familiar que quien conduce para ir al hospital a parir sea la parturienta.