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De itinerantes y personal doméstico del Camino

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Cuando yo conocí el Camino, me sorprendió la aspereza de casi todos los kikotistas.
Era un equipo grande, tres matrimonios y una soltera, acompañados -a veces-  por un sacerdote de la parroquia.
Y me sorprendió más todavía que parecían competir entre ellos para ver quien hacía el comentario más borde y brusco. No solo cuando dogmatizaban sobre la sociedad pervertida, la iglesia estropeada por los curas clericalistas, la perdición absoluta que atenazaba a esta generación, sino también cuando dialogaban con alguno de los presentes. Era como si ellos se creyesen en posesión de la verdad absoluta y no pudieran evitar tratar con menosprecio y desdén al resto del universo que no reconocía su superioridad.
No fue hasta que supe de la situación de personal de los kikotistas cuando empecé a entender algunas cosas.
De los tres matrimonios, dos eran de los que ven al enemigo en el cónyuge, convivían en medio de peleas, gritos, insultos y maldiciones… antes. Es decir, no es que hubiese desaparecido la violencia de su matrimonio, pero lo de ser kikotistas era para ellos una válvula de escape para la tensión, discutían menos entre ellos porque se desahogaban con los sufridos catecúmenos.
El caso del tercero de los matrimonios era distinto. Ella padecía una depresión crónica o su tendencia depresiva se había cronificado o como sea que lo digan los psicólogos, el caso es que estaba hinchada a medicinas. Literalmente. Una bola oronda por culpa de la medicación que tomaba. Las medicinas le provocaban estados de falsa euforia. No había término medio con ella, todo era o fabuloso a más no poder o espantoso a rabiar. Y él, que habría querido estudiar Bellas Artes pero su familia no se lo había podido costear, era un artesano mal pagado.
Estos tres hombres y tres mujeres se crecían ante el atril. Daban voces, gesticulaban, berreaban cuando se trataba de cantar… Pienso que se creían lo que decían. Apoyados en el atril no era el marido que decepcionaba a la esposa, la esposa que no tenía la casa tan ideal como reclamaba el marido, el currante que no aportaba bastante dinero a casa, la empastillada incapacitada para trabajar y para tener más hijos… Eran -así creo que ellos lo vivían- la palabra divina echa carne. Y no se daban cuenta de que ellos solo eran loros que repetían consignas kikotizantes.
Pero me falta hablar de la soltera del equipo. Era la peor de todos, la más hiriente y la más deslenguada, porque era la más acomplejada. Tenía una enfermedad del tiroides, lo que significa que durante toda su vida tendría que tomar pastillas para intentar regular el funcionamiento de dicha glándula. Hasta la fecha, las medicinas para el tiroides tienen muchos efectos secundarios. Esta mujer estaba gorda como un tonel y tenía hirsutismo en el labio superior y las mejillas.
La recuerdo llena de rabia y de tensión. No se aceptaba, no aceptaba su situación, no aceptaba lo que diosito había decretado para ella, y se desquitaba con todo el que pasaba por delante.
El algún momento, en una huida hacia delante, escandalizada de ella misma, de su incapacidad para amar al otro o, más sencillo, de su incapacidad para tan solo no burlarse ni atacar al otro, se levantó para la itinerancia. Desde hace años la “disfrutan” al otro lado del charco atlántico. Sigue igual de gorda y de antipática. Porque la kikotina no tiene poder para curar nada y porque los problemas de aceptación de uno mismo son el campo de experimentación de la psicología, como ha descubierto este año el padre Pezzi.
Esta mujer, itinerante sin vocación, sin preparación ni formación, sino impulsada por el agobio de dar sentido a una vida que la tenía amargada, es en quien primero pensó mi amiga, la preocupada por la falta de cotizaciones con vistas a la jubilación de los itinerantes. Porque tanto mi amiga como yo, en el viajecito a Israel al terminar el camino que no se acaba -viajecito al que se apuntó esta itinerante que no era kikotista nuestra desde hacía más de una década- tuvimos ocasión de comprobar que los años no la han suavizado y sabemos que, dado su carácter y sus modales, su familia no sería feliz si tuviese que hacerse cargo de esta persona. Y su comunidad, menos.
Lo cierto es que en la comunidad de mis kikotistas -de los originales ya solo quedan dos. A unos los botaron porque los hechos concretos de su convivencia era reprobables incluso para los paganos, otros dejaron el CNC y la soltera, como digo, se fue a “poner en su verdad” a los religiosos naturales americanos- se movilizaron para hacer ver a las solteras que era voluntad de diosito que entregasen su vida a la kikotización del mundo. Así que, salvo una que tenía que ocuparse de su hermano con parálisis cerebral, las demás, hartas de presiones o bien dejaron la comunidad o bien claudicaron.
Las que claudicaron, no sé si porque no eran kikotistas o porque para entonces la demanda interna de los equipos itinerantes había cambiado, acabaron de chachas.
Adornaron la cosa con una ceremonia en la que la neo-chacha viste de blanco y recibe un anillo que ella misma se regala, pero las han relegado a eso: chachas de quienes ni siembran ni cosechan ni se fatigan ni hilan pero reclaman prebendas.



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